Recuperación

La fundación ha recuperado una serie de objetos y libros que estaban extraviados. Además se pudo rescatar una importante cantidad de manuscritos que se encontraban perdidos. Aquí una pequeña muestra de algunas hojas de sus cuadernos y un texto del crítico Ignacio Echevarría en que se puede entender la importancia de mantener unida su obra escrita.

En torno al legado de Parra

En las tres ocasiones en que pernocté en la casa de Nicanor Parra en Las Cruces tuve ocasión de verlo trabajar por las mañanas, en su terraza, provisto de un gran cuaderno en el que –dados los movimientos de la mano, y la frecuencia con que cambiaba de hoja– era de presumir que escribía a grandes trazos, probablemente textos breves, acompañados quizás de signos o de dibujos. Parra era entonces nonagenario, y siempre que yo lo veía así, trabajando, me preguntaba por esos cuadernos, que sospechaba yo que debía de acumular por decenas, o más bien por centenares, dada la relativa rapidez con que parecía llenarlos. Ya entonces me preguntaba yo por el legado de Parra, y por los problemas que entrañaría a quienes tuvieran a su cargo conservarlo y administrarlo. Pues todo inducía a pensar que –como en el caso de Fernando Pessoa, por ejemplo, entre tantos escritores de los que cabe sospechar que el volumen de lo publicado es muy inferior al de lo escrito– se trataría de un legado amplísimo, no sólo debido a la inusitada longitud de la trayectoria literaria de Parra (que se prolongó durante nada menos que ocho décadas), sino también a su complejidad, a la cantidad impresionante de direcciones que –ya antes de que la antipoesía emergiera– no cesó nunca de explorar. 

 

Nunca se repetirá lo bastante que la antipoesía no constituye una fórmula, sino una vía abierta. Una vía que el mismo Parra exploró durante siete décadas, abriéndose a cada paso a nuevas perspectivas. Es difícil dar con un poeta más inquieto que Parra, más movedizo. Sin renunciar a las constantes que la determinan, la antipoesía quema etapas a una velocidad de vértigo: es un pez escurridizo que nunca se deja atrapar, pues cada vez que se intenta hacerlo ha cambiado de lugar. Tanto más decisivo resulta, para quien pretende estudiarla, documentar los pasos que conducen de una a otra de esas etapas, algo para lo que parece imprescindible reunir y ordenar cuantos más testimonios sea posible, a efectos de descomponer –como si de los fotogramas de una cinta cinematográfica se tratara– su aparente rapidez. 

Esto último se entenderá mejor si se considera que la antipoesía ha tenido que vencer siempre los prejuicios que despierta su aparente sencillez, su engañosa “facilidad”. Quienes se acercan superficialmente a ella suelen llevarse la impresión de que se trata de simples ocurrencias, de actos impulsivos, cuando no de apropiaciones de hechos lingüísticos que ya estaban allí (chistes, eslóganes, anuncios, grafitis, frases hechas, lugares comunes, etc.). Pero por debajo de esa inmediatez, de esa sencillez, de esa “facilidad” sólo aparentes, hay capas y capas de trabajo destinado a producir ese efecto. Alguna vez se ha comparado el antipoema, en cualquiera de sus manifestaciones, con el canto rodado, cuya casi perfecta esfericidad es resultado de un lento y largo proceso de pulimiento que puede llevar siglos.

 

Parra fue siempre muy remiso a publicar nada. Son múltiples las razones que lo llevaban a desconfiar de hacerlo. Una de las más importantes es que nunca daba nada por terminado. Recorrer las “obras completas” de Parra en orden cronológico permite detectar un sinfín de motivos que emergen una y otra vez a lo largo del tiempo, en cada ocasión más “esencializados”. La antipoesía trabaja en la misma dirección que la lengua común –la lengua de la tribu, como a Parra le gustaba decir–, y lo hace casi a su ritmo, que en cierto trasciende el de cualquier vida individual. Ya se ha dicho que se trata de un camino abierto. Para entender esto a fondo, para estudiarlo adecuadamente y hacerlo visible, es particularmente importante restituir en su integridad y en su secuencia efectiva, al menos hasta donde sea alcanzable, esa cantidad sin duda muy grande de cuadernos –de “hojas de Parra”– que Parra mismo no cesaba de llenar, a veces repitiendo con mínimas variantes un mismo “artefacto”, a efectos de dar –siempre de manera provisional– con su forma más “natural”, más “exacta”. Sólo de este modo se hará palpable en toda su dimensión el “método” de Parra, el de la antipoesía, que es un método que imita el del tiempo en su incesante trabajo de erosión de lo más superfluo, de vaciamiento, de redondeamiento.

Con motivo de publicarse las “obras completas” de Parra hubo ocasión de señalar el carácter utópico de ese adjetivo –el de “completas”– referido a un corpus que se resistía como ninguno a “encerrarse”, y no sólo a “cerrarse”. He aquí otro de los motivos que hacen urgente reunir los cuadernos y los testimonios de Parra: dibujar la silueta real de la antipoesía, que es mucho más amplia y mucho más compleja que la muy esquemática que en su momento dibujaron las que él mismo tituló, con formidable ironía, “obras completas & algo más”. 

 

En la medida en que se convenga –y quién se atrevería a no hacerlo– que la antipoesía constituye una de las aventuras cruciales de la literatura del siglo XX, no sólo en lengua española, resulta importante reconstruir, con todo el pormenor y la riqueza de que seamos capaces, el sentido y la dirección de esa aventura, algo posible únicamente en la medida en que se pueda estudiar con suficiente amplitud su desarrollo, parte del cual transcurre fuera y por debajo de los libros publicados, de los materiales exhibidos: en las “cámaras secretas” de los cuadernos y hojas volanderas en que Parra ensayó esa aventura incesantemente.

 

Ignacio Echevarría